Aquí, tan cerca.
Las lágrimas propias,
lágrimas evitables,
lágrimas compañeras.
Allí, tan lejos.
Las penas fingidas.
Los corazones de roca,
tan fríos,
tan derrocables.
Las sobras del pensamiento
miércoles, 22 de junio de 2016
sábado, 9 de abril de 2016
Parole, parole, parole
Sabiendo que este aporte es sólo "palabras" lo hago igual, porque al fin y al cabo también es mi declaración.
Angustia que inmediatamente después es bronca. En paralelo una inflación muy poco saludable de ansiedades que indefectiblemente recaen en frustraciones por la falta de estrategias validadas previamente para superarlas.
Entonces fue momento de culpas y no nos alcanzó con la estrategia de poderes ocultos, ni con la voluntad expresa del imperio, ni con las faltas de responsabilidades patrias de sufragantes desprevenidos. Entonces fuimos por nosotros mismos, pero no con los representantes de "nosotros", sino que literalmente por "nosotros".
Qué tan largo será el camino hacia la implosión? Será útil recorrerlo?
Y en los oídos de los angustiados todo parece sonar correcto. "Rescatemos el debate para lograr consenso conceptual" o "Acá ya no hay tiempo para debates, tomemos las calles y las plazas", parecen afirmaciones válidas en el mismo tiempo y espacio. Así las cosas (y hablando de implosión) pareciera que estamos compartiendo un espacio en donde pacientes y apresurados se pelean para encender la mecha.
Pues bien, me niego rotundamente a esta encrucijada, Me niego a resitir desconfiando y estigmatizando, porque no necesitamos inventar diferencias que definan colores o rostros en la estúpida carrera por el más apto, porque no necesitamos a "nosotros" como una expresión minimizada de reserva moral, ideológica o política del "todos", creo que necesitamos del "todos" con el tremendo desafío de construcción que ello implica.
Diriía la canción italiana
Che cosa sei.
Parole, parole, parole, parole, parole,
soltanto parole, parole tra noi.
Palabras, son sólo palabras entre nosotros.
Ya lo se, nada nuevo, pero es lo que tengo para dar.
miércoles, 9 de septiembre de 2015
La transición de las políticas alimentarias y el equilibrio productivo-sanitario.
Las políticas alimentarias tienen dos grandes fuentes desde donde nutrirse, por una lado la estrictamente productivista y por otro lado
la sanitaria. Esto, inclusive, explica que los grados de dependencia de las
bromatologías provinciales no sean exclusivos de los ministerios de salud, sino
que también suelen tener relación formal e informal con las carteras de
producción o similar.
De estas dos alternativas vinculantes, las políticas en el
área alimentos suelen tener distintos objetivos, muchas veces contrapuestos entre sí según sea la fuente que
las alimenta. Así es que nos encontramos con casos patéticos del estado
subsidiando producción de tipos de alimentos que el propio estado desaconseja
consumir (por ejemplo: créditos y subsidios para producción de panificados de
un lado, y recomendaciones para suplantar harinas por frutas y verduras del
otro), y esta situación, si se tomara como una simple operación matemática,
resta una de otra provocando la anulación de dichas políticas o lo que es peor aún,
determina que distintos sectores de un mismo gobierno colisionen boicoteándose
mutuamente hasta las mejores y más puras intenciones.
Con el fin de proteger a la población de las enfermedades
trasmitidas por alimentos, los organismos de control suelen optar por no tomar
ningún tipo de “riesgo sanitario” pasando a desechar de plano toda idea de
acompañar a procesos productivos que no acrediten el estricto cumplimiento de
las reglas, importadas de un primer mundo hiper industrializado, y de
concentración económica acorde a su modelo capitalista salvaje. Esta disyuntiva,
que se presenta entre la seguridad alimentaria y la producción de alimentos por
vías no contempladas por las normas oficiales, se traduce comúnmente en la imposibilidad
de obtener registros habilitantes para producir alimentos por parte de los
productores informales, lo que resulta en su indefectible expulsión del
sistema.
Por supuesto que es previsible que todos entendamos a la
visión sanitaria como la prioritaria al momento de decidir políticas alimentarias, y esto representa una de las virtudes más fuerte del modelo político que nos comprende. Pero justamente un modelo de tipo inclusivo (y contracíclico respecto a la lógica del mercado) no
puede darse el lujo de despreciar las oportunidades de incorporar al sistema
productivo a los compañeros de la agricultura familiar, los microemprendedores
urbanos o los productores artesanales. Un proyecto político que ha hecho de la
suma y recuperación de derechos una bandera innegociable, tiene la obligación
de apuntalar la producción de alimentos a pequeña escala. Por lo dicho y por lo
que pretendemos ser, es imprescindible que desde las instituciones oficiales seamos
capaces de lograr equilibrios entre el estímulo productivo y la alimentación saludable.
Ahora bien, estas instituciones con semejante desafío no
están programadas para objetivos complejos y además la mayoría de ellas están
transitando todavía un camino que les resulta completamente novedoso. De hecho,
no hay que olvidarse que los años de neoliberalismo nos obligaron a trabajar sobre
la problemática de la desnutrición
en la población, así como a desarrollar emprendimientos propios de una economía de subsistencia entre los
productores. Pero al contrario de esas épocas terribles, este modelo político provoca
otras necesidades, y es así que en la actualidad los desafíos tienen más que
ver con el problema de la obesidad y
ya no de la desnutrición. Y en cuanto a los sectores de la producción no
industrializados, nos ocupamos ahora de dar formato final a otros tipos de emprendimientos
productivos a pequeña escala, que se han dado en llamar de la economía popular. Nada sutil la
diferencia no?.
Tampoco es sutil el reacomodamiento que deben hacer los
organismos sanitarios y de control para enfocarse en los nuevos desafíos. Porque
a lo expresado anteriormente sobre cambios en los status nutricionales o el
vuelco conceptual de la economía productiva de baja escala, se le suman, entre
otras muchas cosas, el reconocimiento de nuestros saberes y cultura
gastronómica, la aparición en escena de los procesos de elaboración
tradicionales o regionales, las patologías crónicas devenidas o potenciadas por
hábitos o dietas poco saludables y el renacimiento de la interdisciplina como
estrategia estatal. Este compendio de novedades constituye la base de lo que podríamos
llamar “la transición de políticas
alimentarias”, y elegimos llamarlo transición justamente porque los logros
en esta materia recién empiezan y los desafíos tienden a multiplicarse en el futuro.
Para abordar esta etapa, una estructura oficial como el
Instituto Nacional de Alimentos (INAL) ha debido incorporar nuevas líneas de
trabajo con una finalidad más cercana a los desafíos expuestos, y ha tenido
que resignificar el concepto de seguridad alimentaria, sumándole a la tradicional
inocuidad otros elementos tales como la calidad nutricional, o bien ha debido luchar en
primera línea de batalla, por la incorporación al código alimentario argentino
de modelos productivos tradicionales que no estaban contemplados como los de la
agricultura familiar, o ha extremado la federalización de cada una de sus
acciones, entre otras muchas transformaciones que aunque en forma indirecta, y consensuando entre lo sanitario y lo
productivo, aportan definitivamente a las políticas preventivas en salud.
Es así que este equilibrio
productivo-sanitario es una de las acciones más
notorias que puedan llevarse a cabo desde la prevención en salud, y también puede decirse que es la estrategia más justa para transcurrir airosos por esa transición que detallamos antes. Porque, por
ejemplo, este compromiso con la visualización y control de los productores
pequeños (responsables del 70 % de los alimentos que se producen en el mundo) logra mejorar sensiblemente la inocuidad de estos alimentos, ganando aparte en
lo que se refiere a equilibrio dietario, lo que representa un salto de calidad desde
todos los puntos de vista imaginables respecto a la salubridad en general que
pueda alcanzarse en alimentos. Porque también es ejemplo el abordaje intersectorial
de la calidad nutricional, que asegura soluciones inalcanzables en épocas de
instituciones estancas y desconectadas (ejemplos: el involucramiento del INTI
en la sustitución de grasas trans, la aceptabilidad de las asociaciones de
panaderos para programas de disminución de sal en panificados, etc.). Porque también
es otro ejemplo lo actuado con políticas de estímulo, a determinados productos,
que no fueron diseñadas con el mero propósito del agregado de valor, sino que
tuvieron una fuerte impronta sanitaria (como por ejemplo todo lo relacionado
con alimentos libres de gluten). Y también, como ejemplo más acá en el tiempo,
las políticas de vigilancia alimentaria desarrolladas desde estructuras
municipales, con el fin de superar la vieja estrategia post patología para enfocarse
en la prevención propiamente dicha.
En fin, este modelo político que incluye pequeños productores
sin negociar la seguridad alimentaria, que suma derechos en salud con preeminencia
en lo preventivo, que no le teme a las políticas integrales e intersectoriales,
no sólo ha podido soportar la transición
a la que hacíamos mención, sino que también pudo impulsar desde la alimentación
y los alimentos, políticas trascendentes de impacto sanitario innegables.
jueves, 27 de agosto de 2015
En Alimentación también se vota.
Cuando se habla de modelos o ideologías políticas suele
referirse a ítems tales como economía, seguridad o educación, y seguramente estos
temas son muy buenos indicadores de las diferencias existentes entre lo que hoy
podemos resumir como el polo neoliberal y su contraparte, el polo popular. Sin
embargo hay otros puntos de interés que equivocadamente se suponen como de
pensamiento consensuado, que parecieran ser asépticos pero que, lejos de esto,
representan visiones y acciones completamente antagónicas según su origen
ideológico. Entre ellos las Políticas Alimentarias.
Que el alimento sea inocuo? Si si, acuerdo total. Que la
inocuidad se asegure mediante rígidas normas y procesos importados de los
grandes centros de consumo? No, aquí ya empiezan las diferencias, así que tomemos este punto y relacionemos con los modelos productivos existentes para ver de que se trata. Pasemos a
desarrollar.
Las normas por las cuales se rigen los registros y
habilitaciones de establecimientos, transportes y productos alimenticios se
resumen en el Código Alimentario Argentino, que tiene la virtud de fijar reglas
generales basadas en la premisa de seguridad alimentaria, pero por otro lado también
fija requisitos que se desprenden, mayoritariamente, de enfoques teóricos que
contemplan procesos y mecanismos para lograr inocuidad acondicionados para
exclusivo cumplimiento de la gran empresa y que excluye, por ejemplo, a los
procesos y mecanismos de elaboración ancestrales de los productores nativos de
baja escala. Para graficar mejor recomiendo que localice Ud. un responsable de bromatología
formado en estas teorías y nómbrele sorpresivamente la palabra “ARTESANAL” y
podrá observar una cara de espanto semejante a la de Drácula frente a una
ristra de ajos.
Ahora bien, hoy está más claro que nunca que hay quienes
quieren exacerbar el rol de policía alimentaria para evitar que los pequeños
productores atenten contra la concentración del mercado alimentario (solo hablan de seguridad alimentaria) y otros
pretendemos exacerbar el rol de acompañamiento al productor de baja escala
justamente por lo contrario, para incluirlos en el sistema, pero también para controlar
e incidir a favor de los consumidores (en cuanto a precio, calidad nutricional,
inocuidad y accesibilidad) en ese mismo mercado alimentario (hablamos de seguridad pero también de soberanía alimentaria).
De esas distintas premisas básicas se desprenden las
políticas alimentarias en uno u otro sentido. Y es, justamente, por estas
diferencias primarias de objetivos que me atrevo a aseverar que los puntos de
contacto entre las políticas alimentarias neoliberales y las populares son más
escasos de lo sospechado. De hecho es impensado que en otro modelo político distinto
del actual ocurran cosas tales como los programas nacionales de estímulo a pequeños
productores, o que se promulguen leyes como la de reparación histórica de
la agricultura familiar o la de economía social, o que se normaticen derechos
al consumidor impensados en los 90, o que se hayan impulsado medidas y
programas de protección a la salud de la población (reducción de grasas trans, o
de sal, de análisis y estímulo a productos libres de gluten, etc), o que se
hayan multiplicado las posibilidades de comercialización para microemprendedores
o productores artesanales o de la agricultura familiar, o que se hagan exenciones
impositivas o arancelarias a pequeños productores, o cientos de medidas más que
van en ese sentido. O como la experiencia que se hace en nuestra provincia, en donde distintas instituciones gubernamentales, académicas y no gubernamentales se
conformaron en una mesa interinstitucional de alimentación que priorizó en
forma absoluta a la producción en pequeña escala como objeto de sus principales
esfuerzos.
Con los poderosos o con los que menos tienen. En alimentación también se vota.
jueves, 16 de abril de 2015
Transversalidad Sanitaria para militar el “derecho a no enfermar”.
Aunque suene repetitivo debemos en
una primera instancia, mencionar algunos antecedentes seleccionados que
respaldarán las argumentaciones posteriores respecto a la relación entre los
determinantes sociales y el estado sanitario individual y poblacional. Esto es
necesario, pues algunos de los datos vertidos en algunos trabajos científicos
nos pueden ayudar a imaginar cuales podrían ser los ámbitos priorizados de
trabajo.
Vamos a algunos ejemplos de
trabajos realizados en nuestra Latinoamérica como el de Silva A., y Duran M. (Instituto
Superior de Ciencias Médicas de La Habana) llamado “MORTALIDAD INFANTIL Y
CONDICIONES HIGIENICO-SOCIALES EN LAS AMÉRICAS”. Un estudio de correlación publicado
en la revista de salud pública de Sao Paulo, donde en las conclusiones se
menciona textualmente “Los resultados obtenidos muestran que las variables más
influyentes en el riesgo de morir de los menores de un año son el nivel de
educación materna y la tasa de natalidad. Por otra parte parece confirmarse que
el aumento de los recursos destinados a la atención, por sí mismos, no mejoran
la situación de la mortalidad infantil en nuestros países una vez alcanzado
cierto nivel.” Aquí se ve que los esfuerzos asistenciales son necesarios pero
pueden llegar a tener una influencia menor que los determinantes sociales sobre
algunos indicadores de salud en particular.
Otras
investigaciones son necesarias recordar por su potencia estadística como lo es
un viejo trabajo de Hugo Behm del Centro Latinoamericano de demografía llamado “Determinantes económicos y sociales de la mortalidad en América Latina”, fue rescatado por la revista de salud
colectiva de la Universidad de Lanús y muestra relaciones directas entre la
mortalidad y una serie de variables tales como nivel de educación, residencia
urbana o rural, grupos étnicos o clase social. Pero una gráfica sobre involución
del salario y la mortalidad infantil es tan potente y patética que no podemos
resistirnos a mostrarla.
Queríamos mencionar otro
interesante trabajo científico que comprueba con originalidad la importancia de
la educación, se trata de “Nivel de Educación Parental y Mortalidad Infantil” publicada en la revista de pediatría de Chile,
cuyos autores fueron Medina y Cerda de la Facultad de Medicina de la
Universidad Católica de Chile. En el artículo pudieron relacionar la incidencia
que tiene la combinación del nivel educacional paterno y materno con la
mortalidad infantil y llegaron a la conclusión que la peor combinación (madre y
padre con bajo nivel educacional alcanzado), triplicaba a la mejor
combinación (padre y madre con más de 13 años de escolaridad) en cuanto a las
tasas de mortalidad infantil.
Finalmente consideramos importante
comentar un último trabajo, el cual nos habla de los riesgos que todavía no
alcanzamos a visualizar como prioritarios en los esquemas estratégicos de
políticas sanitarias. Se trata de una investigación de Monteverde, escrito por Cipponeri M., Angelaccio M. y Gianuzzi L. C., que data del
año 2012
en donde encontraron que en la cuenca Matanza-Riachuelo el 9% de las
muestras de agua provenientes de la red pública, el 45% de agua envasada y el
80% de las provenientes de perforaciones o pozos individuales resultaron no
potables por exceso de coliformes, Escherichia
coli o nitratos. Las muestras fueron hechas sobre las que se
usan habitualmente para consumo domiciliario, y esto lo que muestra es que
actualmente hay también riesgos regionales aumentados en algunas poblaciones
frente a otras, creando condiciones de inequidad más alejadas todavía de las
posibilidades de los Ministerios de Salud en cuanto a su resolución. No sólo
por su incompetencia técnica sino que también por su lógica de abordaje
individual frente a los problemas de salud.
Ya puestos en tema nos urge
preguntarnos: ¿cómo valora el sistema formal de salud esta información? E
inmediatamente tendemos a respondernos con lo que sabemos:
·
A la hora de estudiar asociativamente, alguna
enfermedad en particular, situación de salud, riesgo a la salud o la mismísima
mortalidad, siempre hacemos consideraciones especiales de algunos factores que
en las hipótesis de trabajo figuran como determinantes o influyentes para la
variabilidad de aquello que estemos estudiando.
·
Es fácil encontrar en casi todo análisis de
relación salud – enfermedad a esos determinantes tales como educación, tipo de
vivienda, condiciones socioeconómicas, etc., sospechados de afectar la
uniformidad de cualquier enfermedad o situación sanitaria. Esto nos estaría
indicando que ya hay una presunción o hipótesis de que dichas variables podrían
incidir de una u otra forma en el objeto de investigación.
·
Por otro lado, en la mismísima anamnesis se
consulta inexorablemente por características relacionadas con el nivel
educacional, socioeconómico o ambiental del que esté requiriendo asistencia.
Obviamente esto es devenido de estudios o experiencias previas que han
relacionado estas características con la enfermedad en sí misma o con su
gravedad. También aquí queda claramente establecido que el sistema asistencial
no sólo no ignora la importancia de tales factores sino que inclusive les suele
dar hasta valor diagnóstico.
Aclarado este punto, o sea dando
por sentado que el sistema de salud conoce perfectamente la connivencia de los
microbios de todo tipo con las condiciones de vida (así como también la
relación de las condiciones de trabajo o las medioambientales en la aparición
de enfermedades o discapacidades), vamos a adentrarnos en las consecuencias que
se desprenden de las diferencias entre dichas condiciones de vida, y de cómo
equilibrar la balanza de derechos frente a las desigualdades manifiestas.
Con el sistema actual, y
considerando el derecho a la salud como el derecho a recibir asistencia médica
ante un evento de salud individual, estamos ante la imposibilidad de que el
sector que técnicamente se denomina “de salud” o “sanitario”, el cual suele
agruparse y limitarse a los confines de los ministerios de salud, pueda
interceder con eficiencia en algunos o todos los determinantes que enumeramos
antes. Sólo podríamos imaginar campañas de recomendaciones poblacionales de
cuidado individual, que es lo que habitualmente se hace para cubrir estas
deficiencias preventivas. O bien uno podría imaginar situaciones de recomendaciones
en los consultorios, como ser…
“Luego del antibiótico correspondiente el
médico que lo atiende le diga “mire buen hombre, con esta pastillita matamos la
bacteria, pero por favor cuídese de la pobreza, no tome el agua de la canilla
de su casa, esquive el basural que tiene en la esquina, mejore su salario
rápidamente y termine de una vez por todas con ese secundario”. Ante esta
situación no queda más remedio que agradecer al cielo por la existencia de la
pastillita.”
De lo que se trata al fin es que
con altibajos sólo hemos podido, desde las estructuras formales de salud,
trabajar sobre el derecho a tratarse (en el mejor de los casos curarse) de la
afecciones de cada uno, independientemente de donde viva, donde trabaje, o de que estudios tenga.
O sea que el horizonte más popular alcanzable es la perfecta equidad
asistencial, en donde todos los habitantes gocen del derecho a la misma calidad
en cuanto a diagnóstico, internaciones, tratamientos, acceso a medicamentos,
traslados y hasta rehabilitaciones. Lo que convengamos no es poco ni tampoco
habitual en este mundo con abundancia de liberalismo. Pero soñemos con algo más
de atrevimiento, ¿no sería fantástico que la gente tenga el mismo derecho
individual a no enfermarse? Desarrollemos.
Es a todas luces obvio que la
posibilidad de “no enfermar” es una utopía y hasta podríamos decir que una
entelequia, pero lo cierto es que no es lo mismo evitar enfermedades en algunos
que en otros, en pobres que en ricos, en alfabetizados que en analfabetos, en
trabajadores que en desocupados, en residentes urbanos que en rurales, etc.,
etc., etc., pero a pesar que el sistema conoce perfectamente que las
desigualdades inciden sobre el riesgo de enfermar, no tiene herramientas, ni
personal, ni presupuesto (y acaso ni siquiera vocación) para intentar equidad
en este derecho también.
Y estamos hablando de lograr
equilibrar los riesgos de enfermar, no de evitar completamente las enfermedades.
Porque también enferman universitariosadineradosresidenciales que sin embargo, parecieran tener más derecho
a no enfermar que los analfabetosindigentessinhogar.
En una brecha muchísimo más pronunciada que la devenida del derecho a recibir
asistencia y que aparte, como demostramos en renglones anteriores, estas
desigualdades están asumidas como naturales e inherentes a cuestiones ajenas a
las que desde los consultorios se puede abarcar.
Ahora bien, si consideramos que “lo
justo” sería, además de que todos gocemos de iguales posibilidades
asistenciales, que todos tengamos también semejantes exposiciones o riesgos a
enfermarnos. Entonces deberíamos pensar en estructuras distintas a las que
tenemos. De lo primero ya venimos ocupándonos desde Carrillo en adelante, en
cambio de nivelar las posibilidades de prevención parece que estas sólo pueden abarcarse
desde otras estructuras que no necesariamente conocen o priorizan con
mentalidad sanitaria (desarrollo social, educación, planeamiento, etc.), y
quizás aquí esté la clave de cuál es el desafío más cercano que tengamos desde
la militancia del sector conocido como “salud”.
Lógicamente que para poder
interceder en las decisiones políticas que puedan tomarse desde cualquier
estructura estatal hace falta que nuestros militantes entiendan que el
diagnóstico (tanto político como clínico), no alcanza para trabajar el derecho
a no enfermar. Y que necesitamos traspasar los muros de centros de salud y
hospitales pero, no sólo para ponernos a disposición de programas de abordajes
sino para poder aportar sanitarismo a cada una de las políticas públicas que se
implementen a partir del conocimiento por sobre todas las cosas.
Desarrollemos un poco más, hay
innumerables estudios que relacionan aumento de incidencias de enfermedades en
distintas poblaciones o individuos diferenciados por cuestiones sociales,
económicas, ambientales o culturales. Pues entonces, si conocemos las causas
del riesgo aumentado y si además sabemos el corte aproximado desde donde se
dispara tal inequidad preventiva (como podrían ser un determinado salario
mínimo, o una mínima escolaridad, o presencia de agua potable intradomiciliaria
y cloacas, etc.), lo correcto es que fijemos objetivos sanitarios relacionados
con estos límites.
Las preguntas que debemos hacernos
como militantes sanitarios para ir fijando objetivos son sencillas: ¿Qué
escolaridad mínima me asegura que no haya diferencias en el bajo peso al nacer
entre unas embarazadas y otras? ¿Qué porcentaje máximo de agua de pozo es
permisible para que no haya más riesgos de diarreas en un barrio que en otro? ¿Con
qué salario mínimo familiar logramos hacer desaparecer las diferencias de
mortalidad infantil entre unos hogares y otros? Y miles de preguntas más que ya
tienen respuestas o podrían tenerlas y que podrían transformarse en nuevos
objetivos medibles con indicadores directos novedosos, que se sumen a los ya diseñados
medibles a través de indicadores indirectos conocidos.
Luego viene la parte más difícil
que es la de militar tales objetivos sanitarios en una estrategia que debe ser
necesariamente transversal, en donde se hace imprescindible involucrarse en
“estructuras ajenas” para poder incidir en las estrategias, las prioridades y
las urgencias de las políticas públicas de estos otros sectores. Dejamos como
tarea, la de imaginar cuales serían las formas de trabajo a adoptar para hacer
viable y eficiente esta intervención.
Y decimos trabajo militante porque
obviamente estas metas no pueden desarrollarse desde las estructuras formales
de salud, cuyas tareas exceden muchas veces las posibilidades operativas que
poseen naturalmente y sobre las que hay que seguir buscando perfección.
Al fin, lo que proponemos es
militar por lograr justicia e igualdad desde el conocimiento cabal de las
causas que provocan las inequidades, así como las magnitudes que determinan su
incidencia, bregando así para que todos tengamos el mismo “derecho a no enfermar”. ¿Nada nuevo no?
Pablo Basso
jueves, 12 de febrero de 2015
Doctor, me recetaría un medicamento para no enfermarme?
El sistema de salud es la negación del derecho a la salud? (pregunta realizada por un compañero luego de escuchar una argumentación semejante a la que sigue más abajo)
La salud es medida e identificada siempre, como la capacidad
del sistema para resolver la demanda de asistencia médica en general. Esta
forma de evaluar al sistema sanitario cuenta con variables muy popularizadas
tales como tiempo de espera para conseguir turnos, existencia de profesionales
especialistas en cada centro asistencial, tiempo promedio de presencia de
ambulancia en urgencias, cantidad de pacientes diarios atendidos por médicos,
estado edilicio de hospitales y centros de salud, mobiliario y predisposición
del personal en salas de internaciones, y varios etcéteras imaginables que de
hecho son un importante componente del sistema de salud (afortunadamente
arraigado como derecho en nuestro país) pero que está muy lejos de conformar la
totalidad de las obligaciones del estado para con sus ciudadanos. En este punto
quizás se pueda arriesgar que sectores más informados se atrevan a medir el
estado sanitario por variables más “científicas” como puede ser la mortalidad
infantil, pero inclusive en estos sectores afectos a índices estadísticos prima
muchas veces la necesidad de evaluar el sistema por la cantidad de camas o
enfermeros por cantidad de pobladores o la distancia promedio de un ciudadano hacia
el centro asistencial más cercano, u otras etcéteras que siguen hablando de lo
mismo (dejo aclarado aquí que pertenezco en cuerpo y alma a estos sectores
fanatizados con los diagnósticos en base a indicadores).
En realidad de lo que estamos hablando cuando consideramos a
la salud a través de estos parámetros señalados al principio, es sólo de calidad
asistencial o sea, sintéticamente, la eficiencia del sistema para reparar
afecciones y la satisfacción del usuario respecto al proceso completo (desde el
inicio de la enfermedad hasta su recuperación final). Esta calidad asistencial que es una
lucha irrenunciable de todos los sectores políticos populares y es el reclamo
más clásico de los ciudadanos más allá de su condición social, es la cara de la
salud pública más visible y posiblemente el único aspecto sobre el que las
estructuras políticas sanitarias y sus autoridades tienen real incidencia.
Esta última afirmación merece algo más de detalle, allá vamos, paciencia.
Se dice también que la salud tiene dos grandes pilares que
son la prevención y la asistencia, y que las políticas diseñadas para cada una
de estos son patrimonio indelegable de las secretarías o ministerios de salud
pública ya sean de tipo municipal, provincial o nacional. Claramente se puede
aseverar que nadie más que estas autoridades sanitarias son capaces de incidir
en el estado general de centros de salud y hospitales, cantidad y calidad del
personal que los habita, procesos de asistencia de primer nivel y complejidad,
protocolos de tratamientos, internaciones, derivaciones, etc. A nadie se le
ocurre pensar que un director de escuela o un ministro de justicia puedan
recetar algún tipo de antibiótico o determinen que condiciones de idoneidad
deben cumplir los camilleros de ambulancias y ni siquiera la marca de lavandina
que se usará para la limpieza de los baños de terapia, es decir, que no hay
nadie ajeno a las estructuras políticas sanitarias que tengan posibilidades
ciertas de inmiscuirse en un universo absolutamente reservado para el “colectivo
sanitario”.
Pero lo contrario, también será cierto? Puede Salud
inmiscuirse en otras áreas de gobierno?
La pregunta deviene de la preocupación por las políticas
de tipo preventiva, en donde los que menos tienen que ver son las autoridades
sanitarias. Así es que un director de hospital puede autorizar que se
interne un niño por riesgo nutricional pero está imposibilitado de comprar
comida para ese hogar, o un médico de un centro de salud puede recetar
medicación y tratamiento y hasta derivación hacia centros de mayor complejidad con
el sólo diagnóstico clínico de hipotermia severa pero no puede lograr que la
farmacia o la administración de dicho centro tengan frazadas disponibles para
personas en riesgo en épocas invernales, entre millones de ejemplos que podrían
citarse para explicar el corto alcance de las estrategias de prevención de
enfermedades desde las estructuras formales de salud pública. O sea que
volviendo al tema de la incidencia real, ésta sólo se efectiviza en las
cuestiones asistenciales pero tiene inconmensurables inconvenientes al momento
de tratar de prevenir enfermedades que no tengan posibilidades de inmunización
a través de vacunas (mecanismo preventivo por excelencia y que nuestro país ha
transformado en prioridad). Ahora bien, la pregunta sigue sin respuesta
concreta, pues que las autoridades sanitarias no cuenten con los medios
necesarios para poder evitar que la gente enferme no quiere decir,
necesariamente, que no puedan incidir sobre los responsables de tomar medidas
que sí podrían caratularse como eminentemente preventivas, por lo que el escudo
puede romperse finalmente de adentro hacia afuera.
Una cosa
más. Hasta ahora recorrimos vericuetos relacionados con las deficiencias asistenciales
y las imposibilidades de fijar políticas preventivas efectivas por parte de las
autoridades sanitarias pero nada dijimos de los reales responsables de velar
por ese derecho. Veamos.
Los
determinantes de salud, o sea esas cosas que nos rodean y nos pasan y que
terminan enfermándonos, son identificables y han sido bastante consensuadas. No
hay sanitarista que se precie que no los enumere en cada oportunidad que tiene
o en cada trabajo científico que escriba, sin embargo los responsables de
resolver los riesgos devenidos de esos “determinantes” no tienen esa información
tan vívidamente presente como nuestros queridos amigos sanitaristas. Esto se
traduce en priorizaciones inadecuadas de políticas públicas como el
famoso ejemplo del intendente que prefirió el cordón cuneta antes que la red
cloacal por ser más visible y con posibilidades de corte de cinta inaugural,
pero sanitariamente el resultado será de mucho menor impacto que el esperado de
haber sido al revés.
Para
poder fijar prioridades sanitarias en cada una de las decisiones políticas
(obras públicas, horarios de gimnasia en escuelas primarias, créditos a
productores de frutas y verduras, normas de tránsito, salarios, distancias de
fumigados y miiiiiles y miiiiiiles de etcéteras) no necesitamos sanitaristas en
cada oficina de los gobiernos nacionales, provinciales y municipales sino que
una clara concepción del derecho a la
salud como la suma de todos
los derechos y proceder en consecuencia. Obviamente que esto no puede
nacer desde las actuales estructuras formales del sistema de salud porque son
precisamente las más contaminadas con el paradigma dominante, tampoco vendrá de
la dirigencia política tradicional que mal o bien intencionadamente busca el
reconocimiento de su pueblo que hasta ahora reclama “más cantidad de servicios
de salud”, así que efectivamente es el propio pueblo el que deberá organizarse
bajo la premisa de defender su más preciado derecho.
Porque es difícil cambiar la situación de la salud pensándola
desde el paradigma impuesto por los poderosos de siempre que no sólo digitan lo
que pensamos sino que también llegan a diseñar lo que exigimos. No es
casualidad que nos hayan convencido de tener una visión individualista que
reclama más cantidad de servicios, porque es precisamente en esa premisa
mercantilista en donde “los dueños de los medicamentos y la tecnología médica”
hacen sus negocios multimillonarios.
Que sólo pidamos calidad de atención, como quieren los
actuales amos del universo, significa renunciar a exigir el verdadero derecho a
la salud que podría decirse que es el derecho a no enfermar. Esto sólo es posible cambiando
el eje del reclamo, de lo individual a lo social y desde lo meramente asistencial
hacia lo integral. El primer cambio es conceptual, es de uno mismo y no es
difícil pues sólo hay que detenerse en asociar los principios básicos que comúnmente
defendemos como el de soberanía y libertad con la realidad de los modelos
sanitarios y los intereses que los mueven. Podemos pensar rápidamente en
cambios de mentalidad respecto a la inercia medicalizante, o a irrespetar
currículas universitarias derivadas del actual paradigma concentrador del saber
en manos de semi dioses, o inclusive romper con esa premisa de opción personal
por la “vida sana” en vez de ser una condición transversal que atraviese
derechos laborales, condiciones de saneamiento ambiental, accesibilidad a
alimentos sanos y nutritivos, y otros muchos ítems.
Otro
paradigma, otro modelo de organización popular sanitaria, otro tipo de demanda.
Y hasta
acá llegué, acá levanto las dedos del teclado. Para los próximos renglones se
necesitan más manos.
viernes, 14 de noviembre de 2014
Un poco más de confusión sobre prevención en salud (mil perdones)
“Enfocarnos en la prevención y promoción en salud”. Debe ser
uno de los latiguillos más repetidos desde distintos lugares ideológicos y
técnicos.
También es bastante frecuente tratar de comparar lo
invertido en estas tareas y lo dedicado a la asistencia propiamente dicha y a
través de ese análisis poder interpretar las intenciones y particularidades de
cada sistema de salud. Sin embargo el gasto en prevención no puede medirse
desde el porcentaje del presupuesto de salud que se dedica a programas
educativos, porque hay innumerables acciones preventivas y promocionales que se
financian con otros fondos distintos a los de los ministerios de salud. De
hecho, obras públicas, educación, vivienda o mejoramiento de las condiciones de
trabajo, entre otras muchas cosas, son pilares de las políticas preventivas en
salud, por lo que cuando se escucha que vamos a destinar más parte del
presupuesto de salud a la prevención debería entenderse que los ministerio de
salud renunciarían a parte de su presupuesto en beneficio de otros tales como
los Ministerios de Planeamiento, Educación, Trabajo, etc.
Esto último que se plantea juega con una situación casi
ridícula, pero si uno quisiera saber en realidad en que consta el presupuesto
dedicado a promoción y prevención no puede deducirse de lo utilizado en el
primer nivel de atención (argumento falaz pero muy difundido) puesto que aquí
mayormente se realizan tareas asistenciales (con las honrosas excepciones que
nos mantienen ilusionados a los utópicos). De todas maneras es comprobable el
gasto en prevención en programas tales como el de municipios saludables con clara
orientación en ese sentido, o el sueldo de agentes sanitarios o promotores y el
de vacunadores, o las propias vacunas y quizás muchas más que no necesariamente
componen un universo organizado de políticas preventivas.
Por otro lado, la cuestión asistencial es claramente
responsabilidad exclusiva de los ministerios de salud (o sea el garantizar el
derecho a la asistencia médica accesible, equitativa y de calidad) y por lo
tanto resulta obvio que tamaña responsabilidad determine que el mayor esfuerzo
esté puesto en esa dirección. Esto coincide con lo que a las autoridades y
trabajadores sanitarios se les exige desde la población en general, puesto que
la identificación es casi plena con las estructuras asistenciales visibles,
hospitales y centros de salud, dejando las obligaciones para preservar la salud
en manos del auto cuidado, del clima o de los organismos de control.
Pregunta obligada: es eficiente el estado para garantizar
esos derechos (asistencia y evitabilidad)? Porque parece más útil enfocarse en
lograr perfeccionar los indicadores de accesibilidad, de equidad y de calidad
que se exigen a diario, que intentar avanzar sobre el derecho a preservar la
salud (o derecho a no enfermar) que es muchísimo menos sentido por el pueblo en
general y hasta inclusive por la mayoría de los propios trabajadores de salud,
pero que aparte el estado ha demostrado una sistemática capacidad para fracasar
con cada programa preventivo que no incluya a soluciones inmunoprevenibles.
Pero en el rol asistencial y siguiendo con la pregunta
realizada, es también cierto que el estado puede ser más o menos eficiente en
estas tareas de aseguramiento y cuidado de los derechos derivados de ese rol,
pero sin ninguna intención de analizar distintas opciones ideológicas o modelos
de gestión me atrevo a aseverar que las políticas aplicadas desde el año 2003
hasta acá son continuadoras y hasta mejoradoras (perdonen los compañeros
nostálgicos) de las que nos legara Carrillo. Bajo la misma arrogancia, asevero
también que en ocasiones anteriores a este gobierno nacional y popular las
experiencias por las que han atravesado los centros asistenciales y sus
trabajadores ha sido nefasta desde el punto de vista que se prefiera examinar.
Volviendo a las posibilidades de políticas que sumen
derechos a mantenerse saludable y en otro circuito de debate se ubican
subjetividades alentadoras como lo son “la sensibilidad vocacional” o “la
mística sanitaria militante” que lamentablemente no son la moneda corriente en
la actualidad, pero a los que puede acudirse de manera esperanzadora para
cometidos relacionados con prevención o promoción en caso de recuperar esos
valores para la mayoría de los involucrados en el universo sanitario.
Ahora bien, si coincidimos que información, esfuerzos
territoriales informales o educación para la salud no son del todo suficientes
para prevenir enfermedades y si aparte hacemos consciencia sobre que los
principales determinantes de salud no están al alcance de las estructuras
formales y posibilidades operativas del sistema de salud, podremos pensar en
mecanismos o estrategias que hagan que la territorialidad que puedan alcanzar
nuestros compañeros de “salud” redunde en participación popular efectiva. En
este último sentido son muy conocidas las experiencias que en distintas épocas
se han llevado a cabo con mayor o menor grado de organización, desde el ATAMDOS
de Floreal Ferrara hasta la solitaria recorrida de un agente sanitario rural,
en donde la sensibilidad y la mística militante chocan contra las
imposibilidades de resolución (e inclusive de gestión) para los problemas que
se presentan fuera de las paredes de los centros asistenciales.
Quizás deberíamos revisar que tan transversales podemos ser
para poder imponer prioridades sanitarias (popularmente avaladas) a otros
sectores más relacionados con esas posibilidades operativas de la que hablábamos.
Podría decirse que el riesgo de perder territorialidad se relaciona con la
falta de respuestas que un área tan especializada como la sanitaria evidencia
constantemente por su insignificante intersectorialidad. Por supuesto que la
estrategia APS resolvía esta disyuntiva poniéndonos como eje de una
convocatoria popular que sólo es realizable y eficiente con un fuerte
protagonismo que no poseemos por el simple hecho de no contar con las herramientas
o recursos para abordar las principales demandas.
Finalmente y más allá de lo desordenado del aporte que
intento, me atrevo a concluir con una reflexión sintetizadora del pensamiento
precedente. Podemos ser excepcionalmente inclusivos, justos y eficientes con
las tareas asistenciales que la sociedad nos exige siempre y cuando las
políticas respondan, en génesis y futuro, a un proyecto nacional y popular,
pero no podremos hacer realidad nuestros sueños de evitar enfermedades sino
recuperamos la sensibilidad del sistema y la mística sanitaria militante y
tampoco seremos eficientes en este desafío sino incorporamos la
intersectorialidad como mecanismo de trabajo constante para poder inseminar de
prioridades sanitarias a toda acción de gobierno.
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