jueves, 12 de febrero de 2015

Doctor, me recetaría un medicamento para no enfermarme?

El sistema de salud es la negación del derecho a la salud? (pregunta realizada por un compañero luego de escuchar una argumentación semejante a la que sigue más abajo) 

La salud es medida e identificada siempre, como la capacidad del sistema para resolver la demanda de asistencia médica en general. Esta forma de evaluar al sistema sanitario cuenta con variables muy popularizadas tales como tiempo de espera para conseguir turnos, existencia de profesionales especialistas en cada centro asistencial, tiempo promedio de presencia de ambulancia en urgencias, cantidad de pacientes diarios atendidos por médicos, estado edilicio de hospitales y centros de salud, mobiliario y predisposición del personal en salas de internaciones, y varios etcéteras imaginables que de hecho son un importante componente del sistema de salud (afortunadamente arraigado como derecho en nuestro país) pero que está muy lejos de conformar la totalidad de las obligaciones del estado para con sus ciudadanos. En este punto quizás se pueda arriesgar que sectores más informados se atrevan a medir el estado sanitario por variables más “científicas” como puede ser la mortalidad infantil, pero inclusive en estos sectores afectos a índices estadísticos prima muchas veces la necesidad de evaluar el sistema por la cantidad de camas o enfermeros por cantidad de pobladores o la distancia promedio de un ciudadano hacia el centro asistencial más cercano, u otras etcéteras que siguen hablando de lo mismo (dejo aclarado aquí que pertenezco en cuerpo y alma a estos sectores fanatizados con los diagnósticos en base a indicadores).
En realidad de lo que estamos hablando cuando consideramos a la salud a través de estos parámetros señalados al principio, es sólo de calidad asistencial o sea, sintéticamente, la eficiencia del sistema para reparar afecciones y la satisfacción del usuario respecto al proceso completo (desde el inicio de la enfermedad hasta su recuperación final).  Esta calidad asistencial que es una lucha irrenunciable de todos los sectores políticos populares y es el reclamo más clásico de los ciudadanos más allá de su condición social, es la cara de la salud pública más visible y posiblemente el único aspecto sobre el que las estructuras políticas sanitarias y sus autoridades tienen real incidencia. Esta última afirmación merece algo más de detalle, allá vamos, paciencia.
Se dice también que la salud tiene dos grandes pilares que son la prevención y la asistencia, y que las políticas diseñadas para cada una de estos son patrimonio indelegable de las secretarías o ministerios de salud pública ya sean de tipo municipal, provincial o nacional. Claramente se puede aseverar que nadie más que estas autoridades sanitarias son capaces de incidir en el estado general de centros de salud y hospitales, cantidad y calidad del personal que los habita, procesos de asistencia de primer nivel y complejidad, protocolos de tratamientos, internaciones, derivaciones, etc. A nadie se le ocurre pensar que un director de escuela o un ministro de justicia puedan recetar algún tipo de antibiótico o determinen que condiciones de idoneidad deben cumplir los camilleros de ambulancias y ni siquiera la marca de lavandina que se usará para la limpieza de los baños de terapia, es decir, que no hay nadie ajeno a las estructuras políticas sanitarias que tengan posibilidades ciertas de inmiscuirse en un universo absolutamente reservado para el “colectivo sanitario”.
Pero lo contrario, también será cierto? Puede Salud inmiscuirse en otras áreas de gobierno?
La pregunta deviene de la preocupación por las políticas de tipo preventiva, en donde los que menos tienen que ver son las autoridades sanitarias. Así es que un director de hospital puede autorizar que se interne un niño por riesgo nutricional pero está imposibilitado de comprar comida para ese hogar, o un médico de un centro de salud puede recetar medicación y tratamiento y hasta derivación hacia centros de mayor complejidad con el sólo diagnóstico clínico de hipotermia severa pero no puede lograr que la farmacia o la administración de dicho centro tengan frazadas disponibles para personas en riesgo en épocas invernales, entre millones de ejemplos que podrían citarse para explicar el corto alcance de las estrategias de prevención de enfermedades desde las estructuras formales de salud pública. O sea que volviendo al tema de la incidencia real, ésta sólo se efectiviza en las cuestiones asistenciales pero tiene inconmensurables inconvenientes al momento de tratar de prevenir enfermedades que no tengan posibilidades de inmunización a través de vacunas (mecanismo preventivo por excelencia y que nuestro país ha transformado en prioridad). Ahora bien, la pregunta sigue sin respuesta concreta, pues que las autoridades sanitarias no cuenten con los medios necesarios para poder evitar que la gente enferme no quiere decir, necesariamente, que no puedan incidir sobre los responsables de tomar medidas que sí podrían caratularse como eminentemente preventivas, por lo que el escudo puede romperse finalmente de adentro hacia afuera.
Una cosa más. Hasta ahora recorrimos vericuetos relacionados con las deficiencias asistenciales y las imposibilidades de fijar políticas preventivas efectivas por parte de las autoridades sanitarias pero nada dijimos de los reales responsables de velar por ese derecho. Veamos.
Los determinantes de salud, o sea esas cosas que nos rodean y nos pasan y que terminan enfermándonos, son identificables y han sido bastante consensuadas. No hay sanitarista que se precie que no los enumere en cada oportunidad que tiene o en cada trabajo científico que escriba, sin embargo los responsables de resolver los riesgos devenidos de esos “determinantes” no tienen esa información tan vívidamente presente como nuestros queridos amigos sanitaristas. Esto se traduce en priorizaciones inadecuadas de políticas públicas como el famoso ejemplo del intendente que prefirió el cordón cuneta antes que la red cloacal por ser más visible y con posibilidades de corte de cinta inaugural, pero sanitariamente el resultado será de mucho menor impacto que el esperado de haber sido al revés.
Para poder fijar prioridades sanitarias en cada una de las decisiones políticas (obras públicas, horarios de gimnasia en escuelas primarias, créditos a productores de frutas y verduras, normas de tránsito, salarios, distancias de fumigados y miiiiiles y miiiiiiles de etcéteras) no necesitamos sanitaristas en cada oficina de los gobiernos nacionales, provinciales y municipales sino que una clara concepción del derecho a la salud como la suma de todos los derechos y proceder en consecuencia. Obviamente que esto no puede nacer desde las actuales estructuras formales del sistema de salud porque son precisamente las más contaminadas con el paradigma dominante, tampoco vendrá de la dirigencia política tradicional que mal o bien intencionadamente busca el reconocimiento de su pueblo que hasta ahora reclama “más cantidad de servicios de salud”, así que efectivamente es el propio pueblo el que deberá organizarse bajo la premisa de defender su más preciado derecho.
Porque es difícil cambiar la situación de la salud pensándola desde el paradigma impuesto por los poderosos de siempre que no sólo digitan lo que pensamos sino que también llegan a diseñar lo que exigimos. No es casualidad que nos hayan convencido de tener una visión individualista que reclama más cantidad de servicios, porque es precisamente en esa premisa mercantilista en donde “los dueños de los medicamentos y la tecnología médica” hacen sus negocios multimillonarios.
Que sólo pidamos calidad de atención, como quieren los actuales amos del universo, significa renunciar a exigir el verdadero derecho a la salud que podría decirse que es el derecho a no enfermar. Esto sólo es posible cambiando el eje del reclamo, de lo individual a lo social y desde lo meramente asistencial hacia lo integral. El primer cambio es conceptual, es de uno mismo y no es difícil pues sólo hay que detenerse en asociar los principios básicos que comúnmente defendemos como el de soberanía y libertad con la realidad de los modelos sanitarios y los intereses que los mueven. Podemos pensar rápidamente en cambios de mentalidad respecto a la inercia medicalizante, o a irrespetar currículas universitarias derivadas del actual paradigma concentrador del saber en manos de semi dioses, o inclusive romper con esa premisa de opción personal por la “vida sana” en vez de ser una condición transversal que atraviese derechos laborales, condiciones de saneamiento ambiental, accesibilidad a alimentos sanos y nutritivos, y otros muchos ítems.
Otro paradigma, otro modelo de organización popular sanitaria, otro tipo de demanda.

Y hasta acá llegué, acá levanto las dedos del teclado. Para los próximos renglones se necesitan más manos.