Aunque suene repetitivo debemos en
una primera instancia, mencionar algunos antecedentes seleccionados que
respaldarán las argumentaciones posteriores respecto a la relación entre los
determinantes sociales y el estado sanitario individual y poblacional. Esto es
necesario, pues algunos de los datos vertidos en algunos trabajos científicos
nos pueden ayudar a imaginar cuales podrían ser los ámbitos priorizados de
trabajo.
Vamos a algunos ejemplos de
trabajos realizados en nuestra Latinoamérica como el de Silva A., y Duran M. (Instituto
Superior de Ciencias Médicas de La Habana) llamado “MORTALIDAD INFANTIL Y
CONDICIONES HIGIENICO-SOCIALES EN LAS AMÉRICAS”. Un estudio de correlación publicado
en la revista de salud pública de Sao Paulo, donde en las conclusiones se
menciona textualmente “Los resultados obtenidos muestran que las variables más
influyentes en el riesgo de morir de los menores de un año son el nivel de
educación materna y la tasa de natalidad. Por otra parte parece confirmarse que
el aumento de los recursos destinados a la atención, por sí mismos, no mejoran
la situación de la mortalidad infantil en nuestros países una vez alcanzado
cierto nivel.” Aquí se ve que los esfuerzos asistenciales son necesarios pero
pueden llegar a tener una influencia menor que los determinantes sociales sobre
algunos indicadores de salud en particular.
Otras
investigaciones son necesarias recordar por su potencia estadística como lo es
un viejo trabajo de Hugo Behm del Centro Latinoamericano de demografía llamado “Determinantes económicos y sociales de la mortalidad en América Latina”, fue rescatado por la revista de salud
colectiva de la Universidad de Lanús y muestra relaciones directas entre la
mortalidad y una serie de variables tales como nivel de educación, residencia
urbana o rural, grupos étnicos o clase social. Pero una gráfica sobre involución
del salario y la mortalidad infantil es tan potente y patética que no podemos
resistirnos a mostrarla.
Queríamos mencionar otro
interesante trabajo científico que comprueba con originalidad la importancia de
la educación, se trata de “Nivel de Educación Parental y Mortalidad Infantil” publicada en la revista de pediatría de Chile,
cuyos autores fueron Medina y Cerda de la Facultad de Medicina de la
Universidad Católica de Chile. En el artículo pudieron relacionar la incidencia
que tiene la combinación del nivel educacional paterno y materno con la
mortalidad infantil y llegaron a la conclusión que la peor combinación (madre y
padre con bajo nivel educacional alcanzado), triplicaba a la mejor
combinación (padre y madre con más de 13 años de escolaridad) en cuanto a las
tasas de mortalidad infantil.
Finalmente consideramos importante
comentar un último trabajo, el cual nos habla de los riesgos que todavía no
alcanzamos a visualizar como prioritarios en los esquemas estratégicos de
políticas sanitarias. Se trata de una investigación de Monteverde, escrito por Cipponeri M., Angelaccio M. y Gianuzzi L. C., que data del
año 2012
en donde encontraron que en la cuenca Matanza-Riachuelo el 9% de las
muestras de agua provenientes de la red pública, el 45% de agua envasada y el
80% de las provenientes de perforaciones o pozos individuales resultaron no
potables por exceso de coliformes, Escherichia
coli o nitratos. Las muestras fueron hechas sobre las que se
usan habitualmente para consumo domiciliario, y esto lo que muestra es que
actualmente hay también riesgos regionales aumentados en algunas poblaciones
frente a otras, creando condiciones de inequidad más alejadas todavía de las
posibilidades de los Ministerios de Salud en cuanto a su resolución. No sólo
por su incompetencia técnica sino que también por su lógica de abordaje
individual frente a los problemas de salud.
Ya puestos en tema nos urge
preguntarnos: ¿cómo valora el sistema formal de salud esta información? E
inmediatamente tendemos a respondernos con lo que sabemos:
·
A la hora de estudiar asociativamente, alguna
enfermedad en particular, situación de salud, riesgo a la salud o la mismísima
mortalidad, siempre hacemos consideraciones especiales de algunos factores que
en las hipótesis de trabajo figuran como determinantes o influyentes para la
variabilidad de aquello que estemos estudiando.
·
Es fácil encontrar en casi todo análisis de
relación salud – enfermedad a esos determinantes tales como educación, tipo de
vivienda, condiciones socioeconómicas, etc., sospechados de afectar la
uniformidad de cualquier enfermedad o situación sanitaria. Esto nos estaría
indicando que ya hay una presunción o hipótesis de que dichas variables podrían
incidir de una u otra forma en el objeto de investigación.
·
Por otro lado, en la mismísima anamnesis se
consulta inexorablemente por características relacionadas con el nivel
educacional, socioeconómico o ambiental del que esté requiriendo asistencia.
Obviamente esto es devenido de estudios o experiencias previas que han
relacionado estas características con la enfermedad en sí misma o con su
gravedad. También aquí queda claramente establecido que el sistema asistencial
no sólo no ignora la importancia de tales factores sino que inclusive les suele
dar hasta valor diagnóstico.
Aclarado este punto, o sea dando
por sentado que el sistema de salud conoce perfectamente la connivencia de los
microbios de todo tipo con las condiciones de vida (así como también la
relación de las condiciones de trabajo o las medioambientales en la aparición
de enfermedades o discapacidades), vamos a adentrarnos en las consecuencias que
se desprenden de las diferencias entre dichas condiciones de vida, y de cómo
equilibrar la balanza de derechos frente a las desigualdades manifiestas.
Con el sistema actual, y
considerando el derecho a la salud como el derecho a recibir asistencia médica
ante un evento de salud individual, estamos ante la imposibilidad de que el
sector que técnicamente se denomina “de salud” o “sanitario”, el cual suele
agruparse y limitarse a los confines de los ministerios de salud, pueda
interceder con eficiencia en algunos o todos los determinantes que enumeramos
antes. Sólo podríamos imaginar campañas de recomendaciones poblacionales de
cuidado individual, que es lo que habitualmente se hace para cubrir estas
deficiencias preventivas. O bien uno podría imaginar situaciones de recomendaciones
en los consultorios, como ser…
“Luego del antibiótico correspondiente el
médico que lo atiende le diga “mire buen hombre, con esta pastillita matamos la
bacteria, pero por favor cuídese de la pobreza, no tome el agua de la canilla
de su casa, esquive el basural que tiene en la esquina, mejore su salario
rápidamente y termine de una vez por todas con ese secundario”. Ante esta
situación no queda más remedio que agradecer al cielo por la existencia de la
pastillita.”
De lo que se trata al fin es que
con altibajos sólo hemos podido, desde las estructuras formales de salud,
trabajar sobre el derecho a tratarse (en el mejor de los casos curarse) de la
afecciones de cada uno, independientemente de donde viva, donde trabaje, o de que estudios tenga.
O sea que el horizonte más popular alcanzable es la perfecta equidad
asistencial, en donde todos los habitantes gocen del derecho a la misma calidad
en cuanto a diagnóstico, internaciones, tratamientos, acceso a medicamentos,
traslados y hasta rehabilitaciones. Lo que convengamos no es poco ni tampoco
habitual en este mundo con abundancia de liberalismo. Pero soñemos con algo más
de atrevimiento, ¿no sería fantástico que la gente tenga el mismo derecho
individual a no enfermarse? Desarrollemos.
Es a todas luces obvio que la
posibilidad de “no enfermar” es una utopía y hasta podríamos decir que una
entelequia, pero lo cierto es que no es lo mismo evitar enfermedades en algunos
que en otros, en pobres que en ricos, en alfabetizados que en analfabetos, en
trabajadores que en desocupados, en residentes urbanos que en rurales, etc.,
etc., etc., pero a pesar que el sistema conoce perfectamente que las
desigualdades inciden sobre el riesgo de enfermar, no tiene herramientas, ni
personal, ni presupuesto (y acaso ni siquiera vocación) para intentar equidad
en este derecho también.
Y estamos hablando de lograr
equilibrar los riesgos de enfermar, no de evitar completamente las enfermedades.
Porque también enferman universitariosadineradosresidenciales que sin embargo, parecieran tener más derecho
a no enfermar que los analfabetosindigentessinhogar.
En una brecha muchísimo más pronunciada que la devenida del derecho a recibir
asistencia y que aparte, como demostramos en renglones anteriores, estas
desigualdades están asumidas como naturales e inherentes a cuestiones ajenas a
las que desde los consultorios se puede abarcar.
Ahora bien, si consideramos que “lo
justo” sería, además de que todos gocemos de iguales posibilidades
asistenciales, que todos tengamos también semejantes exposiciones o riesgos a
enfermarnos. Entonces deberíamos pensar en estructuras distintas a las que
tenemos. De lo primero ya venimos ocupándonos desde Carrillo en adelante, en
cambio de nivelar las posibilidades de prevención parece que estas sólo pueden abarcarse
desde otras estructuras que no necesariamente conocen o priorizan con
mentalidad sanitaria (desarrollo social, educación, planeamiento, etc.), y
quizás aquí esté la clave de cuál es el desafío más cercano que tengamos desde
la militancia del sector conocido como “salud”.
Lógicamente que para poder
interceder en las decisiones políticas que puedan tomarse desde cualquier
estructura estatal hace falta que nuestros militantes entiendan que el
diagnóstico (tanto político como clínico), no alcanza para trabajar el derecho
a no enfermar. Y que necesitamos traspasar los muros de centros de salud y
hospitales pero, no sólo para ponernos a disposición de programas de abordajes
sino para poder aportar sanitarismo a cada una de las políticas públicas que se
implementen a partir del conocimiento por sobre todas las cosas.
Desarrollemos un poco más, hay
innumerables estudios que relacionan aumento de incidencias de enfermedades en
distintas poblaciones o individuos diferenciados por cuestiones sociales,
económicas, ambientales o culturales. Pues entonces, si conocemos las causas
del riesgo aumentado y si además sabemos el corte aproximado desde donde se
dispara tal inequidad preventiva (como podrían ser un determinado salario
mínimo, o una mínima escolaridad, o presencia de agua potable intradomiciliaria
y cloacas, etc.), lo correcto es que fijemos objetivos sanitarios relacionados
con estos límites.
Las preguntas que debemos hacernos
como militantes sanitarios para ir fijando objetivos son sencillas: ¿Qué
escolaridad mínima me asegura que no haya diferencias en el bajo peso al nacer
entre unas embarazadas y otras? ¿Qué porcentaje máximo de agua de pozo es
permisible para que no haya más riesgos de diarreas en un barrio que en otro? ¿Con
qué salario mínimo familiar logramos hacer desaparecer las diferencias de
mortalidad infantil entre unos hogares y otros? Y miles de preguntas más que ya
tienen respuestas o podrían tenerlas y que podrían transformarse en nuevos
objetivos medibles con indicadores directos novedosos, que se sumen a los ya diseñados
medibles a través de indicadores indirectos conocidos.
Luego viene la parte más difícil
que es la de militar tales objetivos sanitarios en una estrategia que debe ser
necesariamente transversal, en donde se hace imprescindible involucrarse en
“estructuras ajenas” para poder incidir en las estrategias, las prioridades y
las urgencias de las políticas públicas de estos otros sectores. Dejamos como
tarea, la de imaginar cuales serían las formas de trabajo a adoptar para hacer
viable y eficiente esta intervención.
Y decimos trabajo militante porque
obviamente estas metas no pueden desarrollarse desde las estructuras formales
de salud, cuyas tareas exceden muchas veces las posibilidades operativas que
poseen naturalmente y sobre las que hay que seguir buscando perfección.
Al fin, lo que proponemos es
militar por lograr justicia e igualdad desde el conocimiento cabal de las
causas que provocan las inequidades, así como las magnitudes que determinan su
incidencia, bregando así para que todos tengamos el mismo “derecho a no enfermar”. ¿Nada nuevo no?
Pablo Basso